Perder el techo

Perder el techo que nos cobija, el hogar que habitamos cada día, nos sitúa en una situación de desamparo físico, emocional, integral me atrevo a decir.  El refugio físico es una necesidad básica que disminuye la vulnerabilidad que nos caracteriza como individuos, como seres vivos. Porque afecta efectivamente a todos los seres vivos que buscamos refugio de la intemperie que nos asusta y condiciona nuestra necesidad de reposo.  Necesitamos descansar del  trabajo, tal vez de buscarlo y no conseguirlo, del movimiento, de los avatares del día.

Construimos un hogar más o menos sofisticado, cómodo, amable, según nuestras posibilidades económicas y emocionales también.  Muchas veces es el mejor lugar al que llegar, es lo deseable, cuidarlo y sentir que es nuestro entorno seguro, nuestro sitio.

A veces es posible bajo una caja de cartón, que sostiene historias de abandono, de dolor, de pérdida, dejando al descubierto la fragilidad con la lluvia, con el frío o el calor incluso con los vándalos, que traspasan sin dificultad la ingenuidad del solitario. La mayoría construimos con esfuerzo y dedicación, también con ilusión,  retazos de seguridad entre las paredes que nos acogen.

Otras veces construimos palacios como símbolo de éxito, de riqueza y poder que también pueden caer bajo los efectos de la guerra, del odio, de la naturaleza, que no odia ni ama, simplemente nos recuerda que el sentido es una construcción humana, social y particular de cada ser humano, de cada pueblo. Que perderlo es peligroso, esa es la verdadera intemperie, el riesgo absoluto de lo que somos como personas.

Sin embargo, en la dureza de lo inevitable se halla también lo más elevado del ser humano, y lo más rastrero, no voy a pecar de ingenua, aunque hoy quiero resaltar la tendencia del ser humano a la empatía, al compañerismo, a la cooperación.  No sólo de los profesionales destinados por oficio a la ayuda, a los que creo necesario agradecer cada día que existan y estén donde los necesitamos.  Miro hacia cada vecino de La Palma, de Lepe, de cada lugar víctima de la desgracia y veo personas que acuden para trabajar codo con codo con sus vecinos afectados, y me emociona la voz entrecortada de un hombre de Lucena que llora con una mezcla de tristeza y agradecimiento al relatar la cantidad de personas que llegaron hasta las calles de los afectados por la devastadora lluvia para retirar el lodo. Para evitar la pérdida, para repararla cuanto antes.

Miro de soslayo a los que decidieron ponerse a mirar el fuego en lugar de ayudar, aunque sea quedándose en su casa si todavía la tienen.  Cada cual tiene sus prioridades y coger la foto para asegurar la autoestima del día siguiente es una opción.  Contemplar la potente belleza del fuego con su ambivalencia entre la destrucción y la fuerza no dudo de que es tentador.

Hoy aparece en portada un político, que ante la amenaza pudo cambiar un techo por otro, perdiendo el suyo sí,  pero con margen, y lo demás se empequeñece, ya no llueve, ya no hay lava ya no es tan sofocante, apenas hay COVID.  Nos acercamos a octubre y otros viejos volcanes entrarán en erupción.

Sin embargo, quiero apostar por el tema de mi reflexión de hoy, la cooperación y el cuidado mutuo y de esto la mayoría de los políticos saben muy poco, de modo que, hoy ellos no importan.

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