Es frecuente que a lo largo del proceso de terapia se manifiesten de un modo más o menos obvio, vivencias de la infancia protagonizadas por el sentimiento de soledad asociado a una experiencia emocional de desamparo, temor y tristeza por un lado, y de ensoñación y fantasía por otro, convirtiéndose esta en un recurso para la vida interna creada, imaginada y a veces constituida como una posibilidad paralela, un potente recurso para paliar los efectos del sentimiento de abandono en los casos más dolorosos y una poderosa fuente creativa al alcance de la mente del niño.
Es tal vez el espacio más libre del que disponemos en nuestra infancia y probablemente en nuestra vida, desde el cual se magnifican cualidades, se ignoran limitaciones y se viaja a cualquier parte.
El golpe de realidad, como describe Bachelard, lo ponemos los adultos, que enseñamos a ser objetivos y entonces la magia se esfuma, al menos por un tiempo.
Esta supuesta objetividad con la que empañamos el mundo interior de los niños, necesaria aunque alejada del mundo de Nunca Jamás, lleva también muchos componentes más o menos desfigurados, si queremos creativos, que los transmisores trasladan como si de verdades absolutas se tratara: quién eres, quiénes somos, qué esperamos de la vida, etc..
De niños, cuando nos debatimos entre el deseo de comprender, de ser amados y de percibirnos reconocidos por el entorno pasamos a formar parte del conglomerado familiar con sus dinámicas y vaivenes sin posibilidad de elegir.
Mientras, el ensueño continúa formando parte del panorama evolutivo secreto, por tanto menos conocido, esa parte oculta de la que poco hablamos con los demás porque es personal e intransferible, puede que algo visible a través de los juegos que traslucen algunos personajes probables del mundo interior en los primeros años; sin embargo, cuando aparece la posibilidad de crear un escenario inaudible para el exterior, el ensueño se convierte en un gran potencial único e intimo.
Alejándonos del carácter poético, y desde la aproximación terapéutica nos interesa indagar en el ensueño porque además de recurso, digamos con mucha cautela, curativo, nos acerca a realidades experimentadas, con las transformaciones de la memoria, sin duda, aunque conservando la esencia emocional que se mantiene en forma de huella de la infancia vivida. Podemos descubrir juntos si el ensueño quedó en la infancia o se ha convertido en un modo de vida paralelo cuando la vida real acumula frustraciones y crece la apatía, o bien es un recurso creativo reutilizable ahora que somos adultos. De cualquier modo un contenido a explorar.
Si además somos capaces como el poeta de traspasar esa barrera de realidad con la sensibilidad adecuada, estaremos más cerca de ver al otro desde su propia mirada sin la visión borrosa y desenfocada del reduccionismo psicológico.