Entramos de lleno en el periodo navideño, unos con ganas de celebrar y otros con ganas de que pase pronto.
Son días de reuniones, celebraciones y consumo desmedido. Días de disfrute para unos y de nostalgia y tristeza para otros. Momentos que, por señalados, agudizan la memoria de lo bueno y de lo malo, cada uno con su historia hace lo que puede y el saldo es diverso.
Acercarnos al final de año evoca el repaso de lo vivido, de lo hecho y de lo pospuesto, también de lo imprevisto y su efecto en nuestras vidas. La reflexión ayuda, aunque conviene no entrar en el bucle de la divagación mental.
La perspectiva del nuevo año sugiere la dirección del rumbo a seguir, tal vez el que ya habíamos marcado, continuando con propósitos comenzados, o puede que, desde la necesidad de renovar nuestros votos con la vida, recuperar la energía y explorar territorios que provoquen la ilusión de nuevas experiencias, personales, profesionales, de aprendizaje siempre.
Todo esto cabe en dos semanas intensas, que se viven en ocasiones desde la invisibilidad, evitando el chaparrón de alboroto, y otras con la implicación hasta el fondo, hasta la última gota de champagne, con el carpe diem por bandera.
De cualquier modo, la tradición quiere imponerse, aunque hueca de sentido religioso ya, sí como ritual social que obliga a la reunión, minimizando los inconvenientes.
En el lado luminoso, la alegría genuina, que ajena al motivo encuentra la risa, la mirada cómplice para disfrutar de lo efímero, constatando la necesidad del vínculo que nos mueve hacia el encuentro con quienes queremos.
Con mis mejores deseos.